Preticor

Siempre había soñado con una escena de película. Tanto cine poético argentino le había podrido el cerebro y su única fantasía era encontrar un mujer de esas libres, que parecen fabricadas con un manual, de las que hablan de libros y películas, de esas que responden preguntas tontas con frases que parecen sacadas de un libro de premio Nobel y después de un vaivén de verbos premeditados, sustantivos endulzantes y adjetivos debilitadores, besarla, besarla como si ella fuera Ilsa Lund y él Rick Blaine. No se parecía en nada a Ingrid Bergman. Pero desde luego, él tampoco era la viva estampa de Humphrey Bogart.

La miraba. La miraba con un gesto parecido al hambre, pero también parecido al nacer. Como el de las viejas pinturas donde anhelo y deseo se mezclan en una mueca curiosa. Él, grande, robusto – quizá un poco pasado de peso –, abundante. Ella, ínfima, menuda, delgada – quizá muy flaca –. Se calculaban, se presentían, se antojaban.

La escena era tan cercana a su fantasía, a la secuencia soñada que construía entre los momentos previos al sueño y los instantes que toma despertar mientras el agua del baño se calienta, que era difícil de creer.

- ¿Qué vamos a hacer? – dijo él. Con la intención de sonar seguro y arrogante, pero sin percatarse de que su voz temblaba levemente, dándole un aire adolescente a su pregunta.

- Vivir. Encontrarnos. He buscado tu presencia en tantos nombres antes de ti, que ahora te encuentro y estoy agotada – respondió ella con rapidez y una leve seña de nostalgia coqueta.

- ¿Agotada? – replicó asustado - ¿Dices entonces que es tarde para nosotros?

- Digo que estoy cansada, pero no rendida. Digo que te encuentro, no con los anhelos fantasiosos de una niña, sino con la certeza aguda de una mujer hecha. Digo que ya me gasté el tiempo disponible en charlas sin destino y citas sin sentido, pero que tengo el cálculo exacto para darle espacio a los momentos necesarios.

- ¿Dices que no te irás? – En su cara se anunciaban locuaces la ansiedad y la confusión.

- Digo que aquí estoy – concluyo ella.

¿Acaso soñaba?, ¿era ella su Maga?, ¿su mujer que sabía volar?, ¿Su Berenice?

Estiró la mano derecha y aprovechando la diferencia de tamaño, la acercó hacía él posando sus enormes dedos en el espacio donde las nalgas empiezan a pronunciarse y donde la espalda se hace suspiro. La otra mano la utilizó para limpiar la lluvia de su cara sin pensar en lo inútil del acto, pues seguía lloviendo. La miró como él creía que era una mirada fija. Se movió lentamente hacia delante. La cabeza pronunciaba un movimiento descendente hasta tocar sus labios fríos. Entonces el universo desapareció. Su escena soñada era por fin una realidad. Rebosaba de alegría.

Y mientras, en su interior explotaba de alegría, a lo lejos, dos jóvenes desde el paradero del bus espiaban, se reían socarronamente y se preguntaban qué demonios hacía aquel hombre gigante besando una estatua.

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